Cuando la crisis de la deuda afectó de
forma explosiva a Grecia, los pensionistas se convirtieron en el objetivo de
los deudores internacionales que habían ido prestando dinero a ese país sin,
aparentemente, darse cuenta de en qué se gastaba.
Es cierto que el sistema de pensiones
griego era bastante
peculiar. Hasta el estallido de la crisis, los griegos se podían
jubilar con poco más de 61 años, cobrando el equivalente de algo más del
90% de su sueldo anterior.
Pero es que, además, en Grecia existían
cerca de 600
categorías laborales que, alegando motivos de salud, podían optar a la jubilación
anticipada, establecida en 50 años para las mujeres y 55 para los
hombres. Y entre estos últimos beneficiados había todo tipo de
profesiones, desde peluqueros hasta trompetistas, flautistas,
cocineros, masajistas e incluso presentadores de televisión, entre otros.
Que una parte de lo que pedía prestado el
Estado griego a prestamistas alemanes fuese para pagar un sistema de pensiones más
beneficioso que aquel que tenían los propios alemanes, fue sólo uno de los
motivos por los que, después de adoptar las “medidas de racionalización”, un 54%
de pensionistas griegos cobran
ahora la mitad que 2010.
Pero el caso de Grecia ha sido totalmente
excepcional en el entorno europeo. En
casi todos los países de nuestro entorno la participación de los mayores en los
procesos electorales y el interés de la “edad media” (entre 45 y 65 años) por
la futura pensión pesa tanto a la hora de tomar decisiones que ningún país ha tomado decisiones
drásticas en relación con el sistema de pensiones y casi todos, incluida España
viven el presente y toman decisiones muy a corto plazo.
La pregunta que se empieza a plantear en
algunos círculos es si esa gerontocracia es sostenible económicamente y sobre
todo, moralmente.
La guerra entre generaciones es algo que
ya se planteó en el libro “El
complot de Matusalem” y que ahora volvemos a leer en revistas económicas y
de relaciones internacionales.
Para entender la situación, en el ámbito
de la Unión Europea, los mayores de 65 años representan aproximadamente el 25%
del electorado (130 millones de personas). En España El porcentaje de los
mayores de 65 años sobre el total de la población electoral no para de crecer
siendo hoy el 24,5%. Si tenemos en cuenta las dos últimas elecciones, entre las
que sólo pasaron seis meses, mientras que el censo total descendió en cerca de
38.000 personas, los mayores de 65 años se incrementaron en casi 35.000
electores. Los votantes mayores de 65 suman algo más de 8,5 millones, de los
cuales 4,9 millones son mujeres y 3,6 hombres.
Cada vez hay más expertos que se dedican
a analizar resultados electorales desde una perspectiva gerontológica (un
ejemplo claro ha sido el referéndum del “brexit”), pero también las campañas
electorales y las políticas que plantean los gobiernos. En 2014 Angela Merkel hizo algún “regalo” a
los pensionistas tras ganar un tercer mandato; David Cameron en su última
campaña electoral en el Reino Unido garantizó a los pensionistas la integridad
de sus pensiones. En países como Francia
e Italia cualquier atisbo de reforma es recibido con tanta virulencia por parte
de los sindicatos que todo proyecto acaba en nada o casi.
La crisis económica ha afectado a países
como España de una forma peculiar, pasándose de casos en que los hijos ayudaban
a los padres jubilados a pagar la residencia a otros en los que son los padres,
con pensiones que han mantenido casi al completo su poder adquisitivo, quienes
ayudan a hijos que se han quedado sin trabajo o han visto rebajados sus
ingresos. Pensemos que en España en
2012, un 27,3% de los hogares tenía como sustentador principal a un mayor
de 64 años.
Cuando algún país plantea reformas,
normalmente lo hace garantizando a los actuales pensionistas sus condiciones
actuales y estableciendo rebajas (más años de cotización, retraso en la edad
mínima de jubilación..) para los que tengan que jubilarse.
Estas medidas, sin un verdadero plan a
largo plazo empiezan a generar tensión.
En España el Estado está pagando pensiones con el “fondo” que se creó
hace unos años cuando la sociedad era más joven. El problema es que, al ritmo actual, este no
tardará en acabarse.
Para muchos, entre los que me encuentro,
estamos viviendo una situación un poco enfermiza:
Tengo 51 años y cuando hablo con gente de
mi edad, por un lado, todos decimos, medio en broma: “Seguro que cuando nos
jubilemos no podrán pagarnos nada” o cosas por el estilo. Por otro lado, nos molestaría mucho que a
nuestros padres, que han trabajado muchos años, alguien les rebajase la
pensión; o que se alargue la edad de jubilación o que se haga cualquier cosa
ahora para mejorar el sistema en el futuro.
Si, cuando llegue el momento,
efectivamente no nos pagan nada (o nos pagan mucho menos de lo que habíamos
pensado), nos enfadaremos mucho.
Creo que nos pasa como con el medio
ambiente: sabemos que hay un problema y
sabemos que para solucionarlo deberíamos renunciar a cosas. Pero no queremos
renunciar a nada y nos enfadaremos el día que empecemos a notar las
consecuencias.
De momento la cosa está así, los
gobiernos de la Unión siguen gastando más o menos el equivalente al 15% del
Productor Interior Bruto en pensiones y menos de la mitad en educación o
políticas relacionadas con las familias.
O sea, gasta el doble en los “viejos que en los jóvenes”.
De momento esto que he escrito de forma
provocativa resulta llamativo. Lo que
dicen algunos como Frank
Schirrmacher, es que en los próximos años los mayores van a empezar
a ser vistos por parte de generaciones más jóvenes como unos egoístas que
durante su vida no han tomado las medidas adecuadas para crear un sistema
sostenible y en su vejez se convierten en una especie de sanguijuelas del
sistema.
Parece ciencia ficción pero no lo
es. Veamos por ejemplo, la web de la Fundación para la protección de
los derechos de futuras generaciones, o la Asociación a favor de la
justicia intergeneracional. Estas
entidades entienden que el sistema actual de pensiones en el que quien trabaja
paga la pensión de quien hoy está jubilado (en vez de guardar dinero para “su”
pensión), se basa en un pacto intergeneracional. Yo pago
la pensión de mis padres y espero que mis hijos pagarán la mía.
La clave para que el sistema funcione se
basa en que existan suficientes personas para financiar las pensiones en cada
momento. Si quien está pagando hoy llega
a la conclusión de que, cuando le toque cobrar el sistema no funcionará, existe
el riesgo de que no quiera seguir participando en un sistema averiado.
Ante esta situación algunos hablan de la
existencia, no de un dilema sino de un “trilema”, o sea, la difícil búsqueda de
un equilibrio entre sostenibilidad económica, solidaridad intergeneracional
y justicia. La idea del trilema que
expongo a continuación está inspirada en lo expuesto por parte de Edoardo
Campanella en la Revista Foreign Affairs de 6 de Julio de 2016, artículo “Cómo
los jubilados amenazan el futuro del Continente”.
Sostenibilidad
Aunque no nos guste, si queremos que el
sistema sea sostenible en un futuro con más mayores y menos jóvenes, acabaremos
bajando las pensiones y alargando la edad de jubilación ajustando ambos
elementos a las variaciones en la expectativa de vida y la posibilidad real de
trabajar. Sin embargo, este factor no
puede ser el único que se tenga en cuenta ya que, tal como hemos aprendido de
Grecia, si se busca sólo el resultado económico puedes acabar fracasando y generando
en el proceso una verdadera catástrofe social.
Solidaridad
intergeneracional
Este principio debería aportar
flexibilidad a las “medidas objetivas”.
Se ha propuesto que la pensión no dependa únicamente de lo que se ha
cotizado durante la vida sino que busque garantizar a todos los pensionistas la
obtención de un mínimo. Esta medida podría requerir financiar el
sistema con impuestos.
Dentro de la idea de solidaridad y
flexibilidad se ha planteado que las personas con menos formación, o sea más
proclives a ser expulsadas del mercado laboral por cambios tecnológicos,
pudiesen jubilarse antes pero estableciendo algún sistema por el que pudieran
devolver parte de lo que la sociedad les da.
Justicia
intergeneracional
En un momento en el que la economía está
estancada y el número de personas en edad de trabajar se reduce, tener a
millones de personas inactivas resulta un lujo que las sociedades modernas no
podrán permitirse.
Hay quien propone que todos los jubilados
con una capacidad física que se lo permita, deberían participar en actividades
de voluntariado u otras en beneficio de la comunidad y que esta participación
debería tener una relación con la pensión que se recibe.
Resultan elementos innovadores pero que
encontrarán obstáculos enormes ya que suponen variar instituciones que están
muy consolidadas en la mente de las personas “Tengo derecho a cobrar pensión
porque he trabajado muchos años” y además son material “altamente manipulable”
desde el punto de vista político.
No cuesta imaginarse a quien en ese
momento ocupe la oposición política lanzarse como un perro rabioso contra el
gobernante que plantee alguna medida de este tipo.
Ante esa posibilidad se plantea una medida
verdaderamente disruptiva: buscar que el poder político que suponen los mayores
se diluya. Esto puede conseguirse
bajando la mayoría de edad a los 16 años, limitando la capacidad de presentarse
a elecciones a una edad máxima o, con medidas que sí que serían de ciencia
ficción como limitar la capacidad de votar a los que tengan más de determinada
edad (eso es precisamente lo que han hecho en el Reino Unido un grupo que ha planteado la iniciativa al
Parlamento. Necesitan 100.000 firmas
para que lo tenga que discutir el parlamento, llevan… seis).
Sea cual sea la solución del trilema, sigo
teniendo un pensamiento que me preocupa.
En el estoy en una cama en algún tipo de establecimiento (hospital o residencia), tengo noventa
y cinco años y un nieto o bisnieto que
me mira fijamente y me pregunta: “¿Sabes cuánto cuesta mantenerte? Tu generación tuvo muchos años para tomar las
decisiones adecuadas, para prever que necesitaríamos cuidarte y costaría
dinero. ¿Por qué no hicisteis nada?. Habéis sido una generación egoísta”. Yo, no se qué decir.