Empezó con el cambio de gobierno en Cataluña, creció con el vuelco de las elecciones autonómicas de mayo y ahora aún más tras las generales. Me refiero a una forma de razonar y quejarse que se basa en que los nuevos gobernantes vienen a desmontar el estado de bienestar que habíamos tenido hasta ahora.
Para mí este razonamiento adolece de un defecto esencial. Nosotros realmente nunca habíamos construido con nuestros recursos un estado de bienestar.
En diferentes dimensiones, todos los que hemos vivido los últimos años hemos sido testigos y protagonistas de lo que nos ha pasado por lo que, para ilustrar mi razonamiento voy a inventarme a una familia que podría perfectamente haber existido.
Juan y Juana son una pareja de 45 años que, tras dieciséis de matrimonio y tres hijos a la espalda atraviesan hoy un momento muy delicado.
Ambos trabajaban en una empresa que fabricaba y distribuía material eléctrico. Juan no había acabado el BUP pero, lo contrataron a los dieciocho y, gracia a sus dotes personales se había convertido en uno de los comerciales más exitosos. Juana había estudiado empresariales, entró a hacer prácticas en la empresa y llegó a ser ejecutiva de cuentas.
La empresa iba viento en popa, gracias en su mayor parte al boom de la construcción, y ambos, excelentes profesionales obtenían, además de un generoso salario, una serie bonus e incentivos que les permitía vivir sin estrecheces.
Hace cinco años, tras analizar lo cómodamente que podían pagar la hipoteca de su casa, a pesar de llevar a los niños a un colegio privado, y hacer cada año un “viajecito”, decidieron comprarse una casita en la montaña. Era el sueño de su vida. Podrían ir en invierno a esquiar y en verano a pasar unos días, sin renunciar a algunos días de playa. Juana era reticente ya que le daba miedo qué pasaría si algún día las cosas iban peor, Juan, más “echao palante” la convenció, al fin y al cabo, era un excelente comercial.
Estaban muy animados. La “casita” era cara, algo más de lo que les había costado unos años atrás su piso en la ciudad, pero el banco, no sólo se la financiaba totalmente sino que les daba algo más con lo que Juan pudo cumplir los dos sueños de su vida: “la casita y el 4x4 de lujo”. Y eso sin desembolsar nada. De hecho lo primero que pagaron por la operación fue un recibo de la hipoteca.
¡Qué años tan felices! Con los niños pequeños, subiendo a esquiar a la
casita en el cochazo y viendo como los vecinos les miraban con respeto y un toque de envidia. Las únicas notas discordantes en esa bucólica situación eran dos: la madre de Juana que cada vez que les veía les preguntaba, “Pero ¿ya ahorráis algo?” Y algunos problemillas que empezaban a surgir en la oficina (que si alguna pequeña reducción en los pedidos, que si un cliente que no había pagado..), total, nada importante, el bonus de Navidad llegó y se fueron a celebrarlo pasando Fin de Año en Canarias.
Durante esas vacaciones, el hijo pequeño, preguntó a sus padres, “¿somos ricos?”. ¿Por qué preguntas eso?, indagó la madre. El primo Juan me ha dicho que somos ricos porque vamos a un colegio de niños ricos, tenemos un coche de ricos y una casa en la montaña. Juan, que no podía ocultar un cierto orgullo al oír a su hijo contestó. Tú déjales que digan, nadie nos ha regalado nada. Juana se quedó pensativa: “regalado no, pero sí debemos mucho dinero” y el hijo se fue orgulloso de sus padres y seguro de que, efectivamente, eran ricos.
Ese fin de año marcó el inicio del cambio. Los pedidos se redujeron de forma considerable y los impagos se multiplicaron. La empresa tranquilizó en principio a los empleados asegurando que se mantendrían los salarios y sólo se sacrificarían los bonus. Al año siguiente se pidió un esfuerzo a todos y pactaron una reducción del 10% del salario para seguir adelante sin despidos.
Intentaron mantener el nivel de vida pero, resultaba imposible. Juan, que solía llevar la voz cantante proponía esperar a que cambiasen las cosas, pidió un crédito personal y tiraron de tarjetas durante unos meses, pero, sin más ingresos, la cosa no hizo más que empeorar. Juana proponía reducir gastos, cambiar a los niños de colegio y vender la casa de la montaña y el coche. Las disputas en el matrimonio casi les llevaron al divorcio.
Finalmente, una noche de insomnio, Juan le dijo a su mujer. “Yo ya no puedo más. Encárgate tú de la gestión de casa”.
Al día siguiente, Juana se puso manos a la obra, y al cabo de unos meses los niños ya no iban al colegio privado, ni a clases de hípica ni a esquiar. El cochazo lo habían casi regalado, pero aún así había un problema insalvable: tenían que pagar el crédito personal, lo de las tarjetas y además de seguir pagando las hipotecas de su piso y de la casa de la montaña. Vender el chalet era imposible: debían mucha más de lo que nadie pagaría por la casa. Así que, la tesitura era perversa. La única solución que se le ocurría a Juana para que no les embargasen era vender el piso de la ciudad, que estaba casi pagado, e irse a vivir de alquiler en uno más pequeño y sencillo.
Juana se sentía sola, le dolía cada cosa a la que tenía que renunciar. Juan estaba decaído por lo que no servía de ayuda y los hijos, ya adolescentes, no hacían más que quejarse, “Mamá, ¿qué se te ha ocurrido quitarnos hoy? ¿Tampoco podremos ir a Irlanda este verano?. Desde luego, cuando papá administraba las cosas nos iba mucho mejor”.
El final de la historia no lo conozco. Quizás, tras cinco años de sacrificios han conseguido ponerse al día en sus deudas y viven de alquiler pero de una forma relativamente desahogada que les permite ahorrar un poco y tener algún lujo puntual. Quizás entonces, la pareja comente ¿Te acuerdas cuando nos creíamos ricos? ¡Qué memos fuimos!. O quizás Juana desiste del esfuerzo y cede ante las demandas de sus hijos adolescentes y su marido decaído, pide dinero a familiares, consigue un nuevo crédito de consumo y toda la familia acaba desahuciada, sin piso, ni casa de fin de semana, con el salario embargado y, eso sí, indignados con lo injusto que es el mundo.
Mientras Juan y Juana vivían su época dorada también la vivía España. La economía crecía, llegaban inmigrantes y el mundo nos dejaba el dinero que pidiésemos. Así que nos pusimos a hacer AVEs, Aeropuertos, Universidades en cada provincia, decenas centros de convenciones, fastos y eventos varios. Un día se nos ocurrió dar dinero por tener hijos y lo hicimos. Nada de eso hubiese sido negativo si se hubiese planificado y previsto sus consecuencias a medio plazo, pero, como Juan y Juana nos sentimos ricos y nos dejamos llevar por lo que nos hacía ilusión. Y algo que nos hacía mucha ilusión era tener una Ley de Dependencia, ¡Pero una de las buenas! Con cobertura universal desde la dependencia moderada hasta la gran dependencia, con poco copago y todos contentos. Como Juan y Juana, intentamos no escuchar las voces que nos decían que gastábamos demasiado y que había que penar en ahorrar; como Juan y Juana ignoramos las señales de cambio que nos llegaban. Igual que Juana, que era más consciente de lo peligroso de la situación, dejamos decidir a Juan tomando más dinero prestado y, cuando nuestra “Juana” ha empezado a tomar decisiones, éstas ya sólo han podido ser dolorosas.
La diferencia entre la historia inventada y la de España es que en el segundo caso han sido unas elecciones las que han decidido el cambio de dirección. Un cambio que, a pesar de no habérsenos mostrado de forma diáfana durante la campaña electoral, conocíamos bastante bien, especialmente en Cataluña.
Ahora estamos donde estamos y a casi todos nos afectarán las medidas. A unos en forma de subida del IRPF, a otros de “tasa por receta” y a todos cuando toque la subida del IVA, del impuesto de carburantes o la necesaria modificación del cálculo de las pensiones.
Con toda seguridad la Ley de Dependencia se verá afectada también. En Castilla la Mancha y Murcia anuncian que se podría cobrar una tasa por la valoración y que se someterán a copago todos los servicios de la Ley y ya se han levantado voces que dicen que eso es totalmente intolerable o que se trata de un “hachazo” al estado de bienestar. ¡Despierten los que eso dicen! La Ley de Dependencia, como norma estatal que garantizaba un derecho común, fracasó y sólo se ha mantenido como una ficción insostenible. En algunas comunidades (que recibían buena puntuación en aplicación de la Ley) los prestadores de los servicios no han cobrado desde hace un año; algunas empresas de ayuda a domicilio agonizan por culpa de los impagos y, con los cambios de gobiernos autonómicos, los nuevos inquilinos han encontrado situaciones límite que ahora tienen ellos que administrar.
La grandeza de un estado de derecho radica en que cada uno pueda expresar libremente sus opiniones. Quienes quieran decir que ahora se están recortando derechos, que lo digan, pero que sepan que esos derechos a que se refieren, fueron sostenidos a crédito y no con nuestra capacidad.
La pena es que, mientras la discusión se centre en si lo que se hacen son recortes o no, nos olvidamos de lo esencial en lo que a dependencia se refiere: los dependientes.
Si hacemos el esfuerzo de volver mentalmente a 2004 cuando se empezaba a hablar en serio de hacer una Ley de Dependencia podríamos replantear las cosas: pensemos una Ley que dé a los ciudadanos una tranquilidad: “Si en algún momento de mi vida estoy en situación de gran dependencia, sé que recibiré un servicio profesional adecuado, tenga o no dinero, tenga o no familia”. Con esa idea en mente, pensemos que la atención a los grandes dependientes debería ser universal y éstos deberían recibir servicios de ayuda a domicilio en sus casas, servicio de centro de día o residencia. La garantía sería la recepción del servicio sometiendo ésta a un copago que iría relacionado con la capacidad económica y que podría alcanzar al 100% del coste. Los otros niveles de dependencia quedarían fuera de la cobertura universal (o sea, habría unos niveles de capacidad económica por encima de los cuales no habría derecho) y en el ámbito exclusivo de las comunidades autónomas.
Si la Ley se hubiese hecho así ahora el problema que tendríamos sería menor. Pero, claro, hablar a toro pasado es mucho más fácil que gobernar.
Por el bien de todos y de nuestro futuro, espero que los gobiernos gobiernen y replanteen la Ley. Que la oposición y una parte de la opinión pública les atosiguen y que, dentro de un tiempo pasemos cuentas en las urnas. Quizás también entonces como país podamos decir ¿Te acuerdas cuando nos creíamos ricos? ¡Qué memos fuimos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario