Cuando finalmente lo he encontrado me he quedado sorprendido viendo la fecha en que se publicó.
Propongo a quien entre en este blog que, primero lea el artículo que viene a continuación y después vea cuándo fue escrito.
En una época en
que, cada vez con más
insistencia y consenso se
habla de aumento de
productividad y calidad como
solución de los problemas que aquejan las economías de los estados, vemos como unos
conceptos que parecen surgir
de la
industria productora de bienes, se van trasplantando al sector
servicios, no siempre con los
resultados deseados.
Calcular la calidad de
un producto
manufacturado presenta necesariamente problemas. Cuando el producto es
un servicio
los problemas aumentan. Que una pieza aguante sin deformación una
caída desde cierta altura,
o que una puerta pueda abrirse
y cerrarse tantos miles de veces
sin defectos resulta algo perfectamente objetivable y permite
establecer comparativamente los
criterios de medición
de calidad de un producto. ¿Cuales serían, en
cambio, las pruebas que
deben llevarse a cabo para cuantificar
la calidad del servicio prestado en una residencia para mayores?
El presente artículo pretende ser una herramienta de reflexión previa al establecimiento de criterios de evaluación de calidad.
Las afirmaciones que contiene
son fruto de las observaciones y experiencias del autor de forma que no pretende ser tanto un trabajo científico como el punto de partida de algo que sí pudiera
serlo. Se ha querido
limitar el campo a las residencias de mayores
privadas debido
a que son éstas,
y no las públicas
y las benéficas, las que compiten en el mercado y, por tanto, pueden precisar más de
medios de valoración objetiva para que el público pueda efectuar
comparaciones entre establecimientos antes de efectuar el acto de
elección consistente en contratar con una residencia la prestación del servicio. No quiere
esto decir que la medición
de calidad
no sea importante en todo tipo
de residencia,
sino que, como intentaremos
demostrar a continuación, no podemos entender
calidad como un término unívoco y aplicable a todo el sector
sin distinciones, sino como
algo que
variará sustancialmente
dependiendo de la perspectiva
que se desee adoptar en
el momento de comparar servicios.
La perspectiva
será diferente según sea ésta
la del cliente, usuario
o administración, y estos papeles
los jugarán diferentes personas dependiendo del tipo de residencia
de que tratemos.
Centrándonos en residencias asistidas mercantiles que persiguen un lucro
podemos hablar de calidad
desde la perspectiva del usuario,
del cliente y de la administración responsable.
La diferenciación
entre usuario y cliente, como veremos,
resulta especialmente clara en este sector. En una situación social como la
actual, la mayor parte
de los
ingresos en residencias privadas mercantiles se lleva
a cabo mediante un pacto
entre los responsables de la residencia
y algún familiar descendiente
de la
persona a ingresar.
Son normalmente los hijos o hijas los que deciden que ha llegado el
momento del ingreso, los que
buscan residencia, pactan y pagan
el precio,
las condiciones de la estancia y, en último extremo, deciden un cambio de establecimiento
en caso de descontento. El residente se convierte en un mero sujeto
pasivo de una relación
establecida entre residencia y familiar de
la cual él debería
ser protagonista.
Aceptando esta premisa resulta claro que, esos casos el verdadero cliente de la residencia es el familiar y no el residente.
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Para saber consecuentemente qué indicadores puede servir para determinar el grado de calidad del servicio deberemos saber antes qué es lo que éste está comprando. Para ello necesariamente debemos remontarnos al momento en que se decide efectuar el ingreso. |
La decisión de ingresar
a un familiar en una residencia
constituye normalmente la culminación
de un
proceso que sigue los siguientes
pasos:
- Periodo de independencia.
- Periodo de dependencia aceptada.
- Periodo de dependencia acentuada.
- Punto de conflicto.
- Ingreso.
Durante el proceso, a medida que disminuye
la capacidad
de la
persona mayor,
aumenta la necesidad de ayuda externa, normalmente
de naturaleza familiar. En un primer momento,
y sobre todo si se trata
de una pareja que convive en su propio domicilio, no se plantea problema alguno. Tampoco
cuando la persona convive con
la familia de un hijo pudiendo
colaborar en las labores domésticas
y precisando tan solo ayudas puntuales.
Cuando la
dependencia aumenta, el proveimiento
de ayuda
se convierte
en sacrificio
y posteriormente, cuando el
que lo presta se ve
superado, en angustia. El
hecho que, en muchos casos,
sobre todo en ambientes urbanos, el mayor conviva en
una vivienda de dimensiones reducidas con un hijo o una
hija, supone que también lo
hace con unos nietos y con
un yerno/nuera,
de forma
que el progresivo deterioro puede llegar a distorsionar la convivencia de un núcleo familiar del que, a
medida que deja de poder
colaborar, el mayor ha dejado
de formar
parte. No
es infrecuente
que la situación se vea
agravada por la existencia de rencillas
entre miembros del núcleo familiar
que, a los ojos de alguno,
son causadas por la convivencia
con el abuelo, o que éste
se haya
convertido en una especie de
paquete que va pasando periódicamente de casa de un hijo a la de otro.
Durante el proceso
descrito se va desnivelando una balanza que
enfrenta el sentimiento afectivo, que pide mantener la persona
querida en casa, con el pensamiento racional que exige encontrar
una solución a la distorsión producida en el núcleo familiar por la
persona mayor. Mientras pese más el factor afectivo no se producirá el ingreso, pero, a medida que el grado de deterioro y
de necesidad de ayuda aumente, la balanza se irá decantando. Cuando, finalmente, se produce el punto de conflicto (ingreso
hospitalario, empeoramiento súbito de una demencia, aparición de
incontinencia..) y se tome la decisión, los hijos considerarán que se ha hecho lo que debía hacerse, pero la subsistencia del
sentimiento afectivo
se convertirá en algunas ocasiones en sentimiento de culpabilidad.
A este sentimiento íntimo debemos añadir la aparición de una
necesidad de justificarse ante terceros por la decisión tomada,
como si se esperase
un reproche del interlocutor que se desease
evitar. Un sentimiento irracional, sin duda, pero fácilmente
observable hablando con personas que se encuentran en esa situación. En la mayorá de casos, cuando alguien explica que su padre o madre está en una residencia, empezará haciéndolo con una
justificación del tipo: "tal
como estaba nos era imposible tenerlo
en casa" o "en la residencia está mejor, y el dinero que nos cuesta". Estas explicaciones son más intensas durante los primeros
momentos después
del ingreso. Pasado
un tiempo, la culpabilidad
disminuye y va dejando paso al sentimiento de "probelma resuelto".
El núcleo familiar
ha vuelto a la armonía,
aceptan que "ellos"
están mejor sin el abuelo
en casa y estan predispuestos a pensar que él también lo esté en la residencia. Aceptan el nuevo estatus
y temen un posible
retorno a la situación
anterior.
La persona mayor,
convertida en residente, sufre a los
ojos de su familia y de la
sociedad una especie de objetivización.
Sea cual sea su estado, los
familiares se sienten legitimados para hacer y deshacer
en lo que a su persona
y bienes se refiere. Tenderán a relativizar posibles quejas del
residente y a creer las
explicaciones de los responsables
de los
centros. Esta actitud no implica mala fe por parte
de nadie. Ni la
familia, ni el responsable de la
residencia quieren perjudicar al residente,
sencillamente todos aceptan que,
con el ingreso, se ha
convertido en una persona necesitada de tutela.
Si aceptamos que el familiar responsable
del ingreso siente una sensación de culpabilidad por haberse
"deshecho" de su
padre o madre, una necesidad de auto-justificarse ante terceros
y un miedo a que el abuelo
vuelva a casa, debemos
concluir que él, el cliente,
no está comprando sencillamente un servicio residencial
sino, por una parte, tranquilidad de conciencia y, por
otra, mantenimiento de la situación. Así, considerará como indicadores de calidad la
existencia de servicios que él mismo considera
que debería estar prestando
y la posibilidad de que el
residente permanezca en la residencia aunque se deteriore su situación. No valorará, en
cambio como calidad el
libre acceso a la comunicación telefónica o la posibilidad de entrar y salir libremente
del establecimiento, incluso es
posible que, aspectos como los
mencionados, sean considerados de forma negativa.
Esa particular percepción del servicio por parte
del cliente provocada por
los factores expuestos (culpabilidad, "problema resuelto", miedo
al retorno
y objetivización del anciano)
hace posible que en los casos
en que
la situación
de una
residencia se va deteriorando hasta hacer
intervenir de forma expeditiva a las autoridades, no sean los
familiares los que denuncien la situación sino que, más
bien, éstos se resistan a creer la existencia de irregularidades y manifiesten su enfado hacia
la administración más que hacia
los titulares de los centros.
No resulta
sorprendente, teniendo eso en
cuenta, que la mayor parte
de denuncias
interpuestas por familiares se refieran a desacuerdos de carácter económico y, muy anecdóticamente, a asistenciales.
Como conclusión debemos considerar
que la perspectiva del cliente,
en el momento
de valorar la calidad de un establecimiento se deberá
tener en cuenta con
cautela e intentando compensar los efectos
producidos por los prejuicios mencionados.
Entender la calidad
desde el punto de vista del usuario implica
ponerse en su situación. Si partimos
de la base de una persona
mayor que mantiene
sus facultades mentales inalteradas pero sufre
déficits físicos junto a una situación familiar que le lleva a ser arrancado de la sociedad y recluído
en una residencia, veremos que,
quizá, el individuo valore en menor medida la higiene que la posibilidad de no tener que convivir con dementes, o la intimidad
de una habitación individual a los beneficios de una dieta hiposódica.
No estamos ante alguien
que ha decidido contratar un sevicio y que si no se encuentra
bien puede marcharse y buscar a alguien que se lo preste mejor.
Determinar el grado de satisfacción del residente
y, por tanto, el
grado de calidad que percibe,
comportará necesariamente descartar la idea de la
existencia de un residente tipo. Intentar valorar
la calidad desde el punto de vista del
usuario en una residencia
donde conviven personas desde los
60 hasta los 100 años; lúcidos
y dementes; autónomos y con mobilidad limitada considerándolos por igual, irremisiblemente
daria resultados distorsionados.
Existe así mismo el problema
añadido de la recogida de datos. Si
ésta consiste
sólo en
que unos
jóvenes entrevistadores,
desconocidos para el residente, pasen unos cuestionarios, los
resultados podrían
no reflejar la realidad. Si se decidiese
obtener una perspectiva fidedigna de su punto de vista deberían
utilizarse entrevistadores entrenados que se situasen
en una franja
de edad cercana
a la de los entrevistados. El factor de confianza
sería primordial. Necesariamente se
deberían recoger las
opiniones
de los residentes, pero también aquella de los empleados y
responsables del centro.
Finalmente debería disponerse de un
sistema de cruce de datos. Las conclusiones deberían recogerse con
mentalidad abierta
ya que tendríamos que estar dispuestos a aceptar
resultados con los que no estaríamos de acuerdo.
La Administración se sitúa en un
punto intermedio entre cliente y usuario. Aceptando
que las residencias para mayores
son una necesidad de la sociedad
actual y que nos encontramos en una economía que pretende
ser de mercado, se regulan
unos mínimos de "no conflicto".
Unos requisitos mínimos-mínimos que permitan la
existencia de establecimientos asequibles al espectro
más amplio de personas pero no tan mínimos
como para que la sociedad
se escandalice. La Administración,
como cualquier forma de poder
constituido busca en lo
social la ausencia de conflicto,
el mantenimiento armonioso del estatus y, cuando
se decide
modificar algo, el cambio
no traumático. Así,
cuando estudie el establecimiento
de indicadores
de calidad
para las residencias deberá
tener en cuenta que se
trata de evaluar un servicio
que prestan ella misma y el sector
privado, sea este último benéfico
o mercantil. Considerará como mínimos
de calidad aquellos
niveles que permitan la subsistencia digna de los residentes.
Por encima de esa base
establecerá una escala articulada de forma que, por
una parte, permita dar un servicio
de calidad
a un coste que se pueda
permitir la propia administración
y, por
otra, posibilite a una amplia
franja de población, vetada de
la prestación
pública por superar ciertos niveles de
renta, comprar el servicio en
el sector
privado.
Si nos centramos en el caso
concreto de la legislación catalana en materia de servicios
sociales, veremos que nos encontramos
en un
momento inicial
en el que solamente se han establecido los mínimos-
mínimos de no conflicto. La palabra
"calidad" se menciona sólo anecdóticamente y de pasada sin entrar en caso alguno a regularla.
Cuando, finalmente, se intenten
establecer, con rango normativo
unos criterios de calidad,
la administración encargada deberá
elegir entre, como mínimo,
dos sistemas: el realista y el ambicioso.
La opción realista consistiría en la
adopción de unos indicadores (en principio basados en condiciones
materiales, personal asistencial y programas),
la selección
de una
muestra y la ponderación de resulatados que forma que se
pudiese establecer una clasificación
de centros
similar a la de las estrellas
del sector hotelero.
Esta opción implicaría que, a priori,
ya sabríamos el resultado.
Éste, representado gráficamente debería dar forma de campana de
Gaus: un pequeño grupo de centros daría resultados muy bajos, otro
resultados muy altos y la mayoría, medianos.
La función
de esta
clasificación sería facilitar
información objetiva a quien buscase
contratar servicios
residenciales, ya sea un cliente en concreto
como la propia
administración. El sistema
de hecho no mediría
calidad en el sentido
ideal de la palabra sino que permitiría
conocer la calidad
relativa del centro, en relación con el resto
del sector.
La opción ambiciosa consistiría en establecer indicadores de
calidad más sofisticados, no sólo limitados a medidas, ratios y existencia de ciertos programas o protocolos, sino que también
incluyesen valoración de esos programas, grado de satisfacción de los usuarios, grado de formación continua o valoraciones ambientales complejas. Lo más característico de ese sistema es que su
representación gráfica sería
con toda seguridad una curva
descendiente de mucha inclinación.
Su función
no sería
tanto facilitar la elección
del cliente sino el establecimiento
de un
modelo a seguir por los
titulares de centros. Así como
la primera
opción iría destinada al cliente, la segunda
lo haría
más hacia el centro.
Por supuesto, cabrían opciones
intermedias. La adopción de cualquiera de ellas, no nos
podemos engañar, dependerá no sólo
de qué se pretenda sino de
cuánto desee gastar la administración
en conseguirlo.
La valoración desde el punto de vista de la administración
dependerá, para empezar,
del sustrato ideológico que tenga ésta e,
irremediablemente de la relación
existente entre calidad y precio. No podemos olvidarnos que las administraciones ejercen el control
sobre el sector mediante
la inspección y régimen sancionador, pero que son también ellas mismas prestadoras del servicio. En ambas facetas puede interesar el establecimiento de criterios de evaluación de calidad, pero es
en su
vertiente prestadora donde pueden plantearse los mayores problemas: Si se establece un sistema
del cual resulte que
la máxima
calidad se obtiene en centros
públicos con mucha diferencia
sobre los privados pero a un
coste muy superior al que se
paga en aquellos, y, aun
más, si la administración presta directamente un servicio de calidad carísimo
y al mismo tiempo compra en
el sector
privado un servicio de menor
calidad, se podrían plantear
problemas que fácilmente saldrían del
mundo académico para entrar en el terreno del debate político.
No sé qué os ha parecido. Yo mismo no estoy totalmente de acuerdo, aunque creo que tenemos derecho a cambiar parcialmente de opinión después de 19 años.
Fue publicado en la revista Gerpress de Septiembre de 1995.
Por desgracia entonces no apareció en internet por lo que sólo lo tengo en papel.
¿Alguien quiere comentarlo?
Autor del post: Josep de Martí
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