Hace unos días me entero de que un buen amigo mío
ha tenido un derrame y está ingresado en un hospital de los de
referencia en Barcelona. Al principio
parece que la cosa es muy grave. Le
operan, está en la UCI durante varios días (“No vengas todavía. Estoy con la
familia y, total no se puede hacer nada” me dice su mujer). Empiezo a pensar que no volveré
a verle. Durante unos días
no consigo contactar y me temo lo peor.
Después recibo el mensaje.
Está mejor, ya está en planta y puedo ir a
visitarle. La cosa ha sido fuerte pero,
de momento parece que ha salido.
Voy de visita. Transito
por un edificio decimonónico restaurado. “Módulo
tal, escalera cual, pasillo no me acuerdo, habitación no se qué”,
parece un laberinto. Tengo que salir a
una especie de terraza para acceder al lugar correcto, y finalmente allí está. Tiene setenta y tantos. Comió en casa hace menos de un mes, parece
que en este tiempo ha envejecido diez años, pero está vivo y, aunque con
un hablar un poco ralentizado, razona, conoce y me relata su peripecia.
Convenimos que ha sido afortunado. La Sanidad Pública ha funcionado y se está
recuperando. Dos cosas llaman poderosamente mi atención y, en principio
me resisto a preguntarle. Está
sentado en uno de esos sillones de hospital y rodeando su abdomen puedo ver un
cinturón
de contención con cierre magnético que le impide levantarse y le
mantiene en el asiento. Además, cuando le operaron le afeitaron una
parte de la cabeza. No toda,
aproximadamente una tercera parte. Con
los días
algo de pelo ha crecido, pero la desigualdad capilar le hace tener un aspecto
peculiar, algo raro y en cualquier caso, muy diferente al que le recuerdo desde
que le conocí hace más de veinte años.
Hablamos y, cuando no aguanto más le pregunto por qué
lleva el cinturón. “Parece
que no me porto bien. La otra noche me levanté
y arranqué la puerta del armario”.
Su mujer me explica con algo más de detalle que se despertó
por la noche y se levantó para ir al baño, se desoriento y abrió
la puerta del armario empotrado. Después
lo encontraron en el suelo con la puerta encima.
Supongo que las puertas de armario de hospital no están
preparadas para pacientes desorientados de más de uno ochenta y más
de noventa quilos. Total, que duerme con
una contención en la cama y vive sujeto a la silla. Cuando su mujer lo pide, le sueltan la
contención
y pasean por la planta.
-
¿Os han dado a firmar alguna hoja de
consentimiento? - pregunto.
-
No.
Supongo que debe formar parte de lo que firmó mi mujer
autorizando la operación.-
-
Pero, ¿tú estás de acuerdo?- insisto.
-
¿Qué quieres que haga si lo dicen los médicos? Además arranqué la puerta del
armario. Sólo serán unos días y ya no me atan las manos.-
-
Ya sabes lo rebelde que es.- Añade su mujer. - Si le dejas solo en la
habitación
y quiere ir al lavabo, en vez de llamar y esperar a que le ayuden es capaz de
levantarse y podríamos tener otro susto importante. Mejor así.-
Estoy muy contento de que mi amigo esté mejor. Me gustaría que le hubiesen cortado el pelo
mejor pero eso no es importante.
Y sobre las contenciones…
Curiosamente cuando se aplican en una residencia geriátrica
tienen una reglamentación restrictiva que obliga a que exista una prescripción
médica,
una supervisión y en casi todas las comunidades autónomas una serie de
protocolos, registros y programas.
En hospitales, sencillamente, no hay reglamentación.
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