El sector de la atención a la dependencia, y especialmente
el empresarial dedicado al cuidado de personas mayores en centros de día y
residencias ha sufrido la crisis de una forma especial.
Ahora que parece que se atisba en el horizonte lo que podría
ser un pequeño amago de salida del túnel, muchos de los que han conseguido
llegar hasta aquí se estarán preguntando si no serán de esos desgraciados
destinados a morir el último día de la guerra.
Y es que la crisis ha tenido en nuestro sector efectos de
una perversión especial.
En los años en que la economía parecía ir bien los
empresarios decidieron invertir de manera importante en residencias y centros
de día. Los que ya las tenían mejoraron
sus equipamientos y, además entraron muchos
de diferente origen y tipología.
Al dinero barato, que animaba a invertir, se le unió en
nuestro caso la llamada de la Ley de Dependencia. Aquí iba a haber prestaciones para todos los
dependientes (alrededor de un millón), se iban a potenciar los servicios
(residencias, centros de día y SAD) por encima de unas excepcionales
prestaciones económicas y, además se mejoraría la calidad y la
profesionalización. Todo eso gracias al
maná de la dependencia que caería sobre nosotros en forma de miles de millones
de Euros que saldrían de… He tenido un lapsus, ¿De dónde tenían que
salir? ¡Ah!, ya me acuerdo: un tercio del estado otro de las comunidades
autónomas y el tercero del copago.
¿Qué ha quedado de todo eso en estos siete años?
Por el lado de la demanda, en muchos lugares de España, una
población que ha entendido que “lo de la dependencia” era “la paguilla”, o sea,
una cantidad de dinero para que el dependiente se quedase en su casa sin que
nadie comprobase cómo iba a ser cuidado o si iba a serlo.
Esa misma población ha visto que la Dependencia era “para
todos”, o sea que, con dinero o sin él se tenía derecho a obtener “algo”. Eso ha tenido un efecto muy pernicioso ya que
muchos dependientes que antes de la Ley pagaban el servicio que recibían aún a
costa de un esfuerzo importante. Ahora
ya no están dispuestos a cooperar de forma importante en el pago piensan que
“¿por qué? Si tengo derecho a la dependencia”.
Por supuesto que están equivocados; acaban sintiéndose frustrados y
engañados, pero por algún motivo, proyectan su frustración hacia las
residencias privadas acusándolas de cobrar demasiado. Esta es una de las herencias de la funesta
Ley.
La crisis ha empobrecido al eventual cliente privado y a las
administraciones de forma parecida. Por
eso, tanto uno como las otras exigen precios más bajos colocando a las
residencias en una situación desconocida:
plazas libres que no pagan y plazas ocupadas que tampoco pagan (o que
cuando lo hacen, lo hacen poco y tarde).
Por el lado de la oferta tenemos a unas residencias geriátricas públicas
gestionadas por la administración que continúan costando mucho más de lo que
cuestan las concertadas y un sector privado que ha ido incorporando en su
estructura de costes aumentos continuos de requisitos de funcionamiento (más
personal, más profesionales, normas de calidad, normas de seguridad…) y que,
durante buena parte de la crisis ha sido rehén de un convenio colectivo firmado
cuando parecía que las cosas no iban a romperse.
Ese es el cuadro con el que llegamos a la actualidad cuando,
si lees el periódico, parece que las cosas empiezan a cambiar para bien.
La mayor parte de las empresas han mantenido el empleo o lo
han reducido en mucha menor medida que otros sectores. Eso a costa de gastar
primero sus reservas, endeudarse lo que han podido y aportar capital adicional
de los socios.
La fe de los empresarios gerosasistenciales debería ser
valorada por parte de las administraciones de forma mucho más firme.
Cuando parece que la meta está a la vista, el sector de las
residencias parece un coche que lleva puesta la rueda de recambio, al volante
le cuelga un airbag ya utilizado, y, a pesar de todo, sigue adelante. La familia viaja confortablemente y sólo el
conductor ve que la situación es precaria y que, si la meta no llega pronto, el
viaje acabará abruptamente. Así está el
sector: ha mantenido la calidad del
servicio a los residentes y usuarios a costa de quitar todo lo que se podía
quitar pero, ahora queda poco por quitar.
Quizás sea ahora el momento en que las administraciones se
den cuenta de que hay que reconocer el esfuerzo realizado y relajar algo el
lazo del cuello de las residencias. No
sea que algunas lleguen a la meta y tengan que ir directamente al desguace.
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