El reto de cómo integrar la atención
sanitaria a las personas mayores que viven en residencias geriátricas es uno de
los más difíciles de afrontar que se encuentran los gestores públicos.
Y no es así porque las personas de edad
que viven en residencias no estén recibiendo atención sanitaria, sino porque,
aunque el derecho a dicha atención es algo básico y común; en cada comunidad
autónoma, e incluso en cada residencia, se afronta de forma diferente.
Todos tenemos claro que cuando una
persona está ingresada en un hospital público su atención corresponde a la
sanidad pública, y seguirá siendo así incluso si algún día se establece un
copago. De igual forma sabemos que una
persona que reside en su domicilio, con independencia de su edad, tiene derecho
a recibir atención sanitaria, acudiendo para ello al centro de salud o al
hospital que le corresponda. En algún
caso recibirá una receta para que vaya a la farmacia que libremente decida, y
previo pago de una cantidad reciba la medicación prescrita.
El problema surge cuando una persona
mayor ingresa en una residencia geriátrica pública o privada. En ese caso parece que entra en una especie
de limbo sanitario.
En principio, una residencia es el
domicilio de la persona por lo que, en su relación con la sanidad debería tener
los mismos servicios que alguien que viva en su casa. O sea, la sanidad pública debería encargarse
de su atención sanitaria desde el centro de salud o mediante algún servicio de
urgencia domiciliaria. Debería
dispenarle unas recetas y, éstas deberían ser llevadas a la oficina de
farmacia.
En la práctica la situación es diferente
y variopinta.
Dentro de las muchas modalidades que
existen voy a describir una.
La residencia tiene contratado un médico
que es quien atiende a los pacientes y les prescribe medicación. Esa medicación se escribe en dos listas
iguales. Una se dirige al médico de
cabecera de los residentes y otra a una farmacia del municipio que, aunque no
tenga las recetas oficiales, entrega a la residencia los medicamentos. Al cabo de unos días el médico de cabecera
convierte la lista en recetas electrónicas que se tramitan a la farmacia con lo
que se cierra el círculo.
Es cierto que durante unos días la
farmacia a entregado medicamentos sin receta; es cierto que puede suceder que
durante el proceso alguien muera con lo que el médico de cabecera habrá
recetado un medicamento a un fallecido.
Es cierto que la práctica no es legal:
¡pero funciona!
Las residencias que funcionan así saben
que si necesitan hoy un medicamento lo podrán tener. Las farmacias saben que aunque están
incumpliendo la ley al entregar medicamentos aparentemente sin receta y aunque
la administración tardará bastante en pagarles, por lo menos tienen un cliente
(la residencia) al que suelen poder facturar bastante. El médico de cabecera, concentra su tiempo en
los pacientes a los que ve y compagina esa labor asistencial con la de
“escribiente” lo que parece no ser vivido como un problema.
Desde hace unos años y desde diferentes
comunidades autónomas se están llevando a cabo intentos por racionalizar este
proceso.
Existen residencias en las que es
directamente la atención primaria sanitaria la que atiende a los residentes;
comunidades autónomas que regulan a qué farmacias hay que llevar las recetas o
que han creado equipos dentro de la atención primaria que “filtran” el proceso
de recetas y las derivaciones a urgencias.
A simple vista parecería que estos
experimentos y programas piloto hacen que la atención sea mejor. La realidad es que, como en muchas ocasiones
se establecen con la indisimulada intención de ahorrar dinero, lo que acaban
consiguiendo es que el mayor que vive en una residencia acabe siendo
discriminado.
Veamos algunos ejemplos:
Si hablamos de uso de pañales. En muchas comunidades se ha establecido un
sistema de racionalización que hace que tanto el número máximo por día como la
marca de los mismos vengan pre-determinados por la administración. El número máximo y la elección de la marca
varía si la persona mayor vive en una residencia o en su casa siendo inferior
en el primer caso.
Si hablamos de material de cura, de las
agujas y tiras de reactivos que se utiliza para medir el azúcar en sangre u
otros. Las residencias reciben un número
preestablecido por cada residente que las precisa que es inferior al que recibe
quien vive en su casa.
A estos ejemplos se puede añadir la
tendencia que existe en los hospitales de dar el alta mucho antes a personas
que saben viven en residencias geriátricas que a las que provienen de sus
domicilios, aunque la necesidad de atención y tratamiento haría recomendable
una permanencia más larga en el hospital.
Vivimos, pues, pendientes de que exista
un sistema único y racional que permita a los residentes recibir la mejor
atención y a las residencias saber que lo que están haciendo es totalmente
legal y mantenible en el tiempo.
He querido escribir esto en el blog
porque hace unas semanas estuve hablando con unos responables autonómicos en el
campo sociosanitario y me sorprendió ver que desconocían algunos aspectos de
esta realidad que describo.
Hoy mismo (10 de marzo de 2015) se está celebrando en Madrid se celebrará
el Congreso Internacional Dependencia y Calidad de Vida que versa sobre el
reto de la cronicidad. Supongo que pocos
de los distinguidos ponentes leerán mi blog pero, si lo hacen, estaría bien que
fuesen conscientes de que esta realidad existe en las residencias geriátricas de Madrid y en las de toda España.
Acabo con un ruego: a los directores de residencia, ¿podríais
confirmar o desmentir lo que digo?
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