lunes, 29 de agosto de 2016

¿Son los mayores una amenaza para la sociedad?

Cuando la crisis de la deuda afectó de forma explosiva a Grecia, los pensionistas se convirtieron en el objetivo de los deudores internacionales que habían ido prestando dinero a ese país sin, aparentemente, darse cuenta de en qué se gastaba.

Es cierto que el sistema de pensiones griego era bastante peculiar. Hasta el estallido de la crisis, los griegos se podían jubilar con poco más de 61 años, cobrando el equivalente de algo más del 90% de su sueldo anterior.
           
Pero es que, además, en Grecia existían cerca de 600 categorías laborales que, alegando motivos de salud, podían optar a la jubilación anticipada, establecida en 50 años para las mujeres y 55 para los hombres. Y entre estos últimos beneficiados había todo tipo de profesiones, desde peluqueros hasta trompetistas, flautistas, cocineros, masajistas e incluso presentadores de televisión, entre otros.

Que una parte de lo que pedía prestado el Estado griego a prestamistas alemanes fuese para pagar un sistema de pensiones más beneficioso que aquel que tenían los propios alemanes, fue sólo uno de los motivos por los que, después de adoptar las “medidas de racionalización”, un 54% de pensionistas griegos cobran ahora la mitad que 2010.

Pero el caso de Grecia ha sido totalmente excepcional en el entorno europeo.  En casi todos los países de nuestro entorno la participación de los mayores en los procesos electorales y el interés de la “edad media” (entre 45 y 65 años) por la futura pensión pesa tanto a la hora de tomar decisiones  que ningún país ha tomado decisiones drásticas en relación con el sistema de pensiones y casi todos, incluida España viven el presente y toman decisiones muy a corto plazo.

La pregunta que se empieza a plantear en algunos círculos es si esa gerontocracia es sostenible económicamente y sobre todo, moralmente.

La guerra entre generaciones es algo que ya se planteó en el libro “El complot de Matusalem” y que ahora volvemos a leer en revistas económicas y de relaciones internacionales.

Para entender la situación, en el ámbito de la Unión Europea, los mayores de 65 años representan aproximadamente el 25% del electorado (130 millones de personas). En España El porcentaje de los mayores de 65 años sobre el total de la población electoral no para de crecer siendo hoy el 24,5%. Si tenemos en cuenta las dos últimas elecciones, entre las que sólo pasaron seis meses, mientras que el censo total descendió en cerca de 38.000 personas, los mayores de 65 años se incrementaron en casi 35.000 electores. Los votantes mayores de 65 suman algo más de 8,5 millones, de los cuales 4,9 millones son mujeres y 3,6 hombres.

Cada vez hay más expertos que se dedican a analizar resultados electorales desde una perspectiva gerontológica (un ejemplo claro ha sido el referéndum del “brexit”), pero también las campañas electorales y las políticas que plantean los gobiernos.  En 2014 Angela Merkel hizo algún “regalo” a los pensionistas tras ganar un tercer mandato; David Cameron en su última campaña electoral en el Reino Unido garantizó a los pensionistas la integridad de sus pensiones.  En países como Francia e Italia cualquier atisbo de reforma es recibido con tanta virulencia por parte de los sindicatos que todo proyecto acaba en nada o casi.

La crisis económica ha afectado a países como España de una forma peculiar, pasándose de casos en que los hijos ayudaban a los padres jubilados a pagar la residencia a otros en los que son los padres, con pensiones que han mantenido casi al completo su poder adquisitivo, quienes ayudan a hijos que se han quedado sin trabajo o han visto rebajados sus ingresos.  Pensemos que en España en 2012, un 27,3% de los hogares tenía como sustentador principal a un mayor de 64 años.


Cuando algún país plantea reformas, normalmente lo hace garantizando a los actuales pensionistas sus condiciones actuales y estableciendo rebajas (más años de cotización, retraso en la edad mínima de jubilación..) para los que tengan que jubilarse.

Estas medidas, sin un verdadero plan a largo plazo empiezan a generar tensión.  En España el Estado está pagando pensiones con el “fondo” que se creó hace unos años cuando la sociedad era más joven.  El problema es que, al ritmo actual, este no tardará en acabarse.

Para muchos, entre los que me encuentro, estamos viviendo una situación un poco enfermiza:

Tengo 51 años y cuando hablo con gente de mi edad, por un lado, todos decimos, medio en broma: “Seguro que cuando nos jubilemos no podrán pagarnos nada” o cosas por el estilo.   Por otro lado, nos molestaría mucho que a nuestros padres, que han trabajado muchos años, alguien les rebajase la pensión; o que se alargue la edad de jubilación o que se haga cualquier cosa ahora para mejorar el sistema en el futuro.

Si, cuando llegue el momento, efectivamente no nos pagan nada (o nos pagan mucho menos de lo que habíamos pensado), nos enfadaremos mucho.

Creo que nos pasa como con el medio ambiente:  sabemos que hay un problema y sabemos que para solucionarlo deberíamos renunciar a cosas. Pero no queremos renunciar a nada y nos enfadaremos el día que empecemos a notar las consecuencias.

De momento la cosa está así, los gobiernos de la Unión siguen gastando más o menos el equivalente al 15% del Productor Interior Bruto en pensiones y menos de la mitad en educación o políticas relacionadas con las familias.  O sea, gasta el doble en los “viejos que en los jóvenes”.  

De momento esto que he escrito de forma provocativa resulta llamativo.  Lo que dicen algunos como Frank Schirrmacher, es que en los próximos años los mayores van a empezar a ser vistos por parte de generaciones más jóvenes como unos egoístas que durante su vida no han tomado las medidas adecuadas para crear un sistema sostenible y en su vejez se convierten en una especie de sanguijuelas del sistema.

Parece ciencia ficción pero no lo es.  Veamos por ejemplo, la web de la Fundación para la protección de los derechos de futuras generaciones, o la Asociación a favor de la justicia intergeneracional.  Estas entidades entienden que el sistema actual de pensiones en el que quien trabaja paga la pensión de quien hoy está jubilado (en vez de guardar dinero para “su” pensión), se basa en un pacto intergeneracional.  Yo pago la pensión de mis padres y espero que mis hijos pagarán la mía.

La clave para que el sistema funcione se basa en que existan suficientes personas para financiar las pensiones en cada momento.  Si quien está pagando hoy llega a la conclusión de que, cuando le toque cobrar el sistema no funcionará, existe el riesgo de que no quiera seguir participando en un sistema averiado.

Ante esta situación algunos hablan de la existencia, no de un dilema sino de un “trilema”, o sea, la difícil búsqueda de un equilibrio entre  sostenibilidad económica, solidaridad intergeneracional y justicia.  La idea del trilema que expongo a continuación está inspirada en lo expuesto por parte de Edoardo Campanella en la Revista Foreign Affairs de 6 de Julio de 2016, artículo “Cómo los jubilados amenazan el futuro del Continente”.

Sostenibilidad

Aunque no nos guste, si queremos que el sistema sea sostenible en un futuro con más mayores y menos jóvenes, acabaremos bajando las pensiones y alargando la edad de jubilación ajustando ambos elementos a las variaciones en la expectativa de vida y la posibilidad real de trabajar.  Sin embargo, este factor no puede ser el único que se tenga en cuenta ya que, tal como hemos aprendido de Grecia, si se busca sólo el resultado económico puedes acabar fracasando y generando en el proceso una verdadera catástrofe social.

Solidaridad intergeneracional

Este principio debería aportar flexibilidad a las “medidas objetivas”.  Se ha propuesto que la pensión no dependa únicamente de lo que se ha cotizado durante la vida sino que busque garantizar a todos los pensionistas la obtención de un  mínimo.  Esta medida podría requerir financiar el sistema con impuestos.

Dentro de la idea de solidaridad y flexibilidad se ha planteado que las personas con menos formación, o sea más proclives a ser expulsadas del mercado laboral por cambios tecnológicos, pudiesen jubilarse antes pero estableciendo algún sistema por el que pudieran devolver parte de lo que la sociedad les da.

Justicia intergeneracional

En un momento en el que la economía está estancada y el número de personas en edad de trabajar se reduce, tener a millones de personas inactivas resulta un lujo que las sociedades modernas no podrán permitirse.

Hay quien propone que todos los jubilados con una capacidad física que se lo permita, deberían participar en actividades de voluntariado u otras en beneficio de la comunidad y que esta participación debería tener una relación con la pensión que se recibe.   

Resultan elementos innovadores pero que encontrarán obstáculos enormes ya que suponen variar instituciones que están muy consolidadas en la mente de las personas “Tengo derecho a cobrar pensión porque he trabajado muchos años” y además son material “altamente manipulable” desde el punto de vista político.

No cuesta imaginarse a quien en ese momento ocupe la oposición política lanzarse como un perro rabioso contra el gobernante que plantee alguna medida de este tipo.

Ante esa posibilidad se plantea una medida verdaderamente disruptiva: buscar que el poder político que suponen los mayores se diluya.  Esto puede conseguirse bajando la mayoría de edad a los 16 años, limitando la capacidad de presentarse a elecciones a una edad máxima o, con medidas que sí que serían de ciencia ficción como limitar la capacidad de votar a los que tengan más de determinada edad (eso es precisamente lo que han hecho en el Reino Unido un grupo que ha planteado la iniciativa al Parlamento.  Necesitan 100.000 firmas para que lo tenga que discutir el parlamento, llevan… seis).


Sea cual sea la solución del trilema, sigo teniendo un pensamiento que me preocupa.  En el estoy en una cama en algún tipo de establecimiento (hospital o residencia), tengo noventa y cinco años y un nieto o bisnieto  que me mira fijamente y me pregunta: “¿Sabes cuánto cuesta mantenerte?  Tu generación tuvo muchos años para tomar las decisiones adecuadas, para prever que necesitaríamos cuidarte y costaría dinero.  ¿Por qué no hicisteis nada?.  Habéis sido una generación egoísta”.  Yo, no se qué decir.

martes, 16 de agosto de 2016

Residencias clandestinas y el paso del tiempo

Aunque en verano no puedo desconectar del todo sí me permito leer alguna novela de esas “para pasar rato” y, en la medida que puedo, pasar tiempo sin hacer nada productivo.

Me había propuesto no escribir nada en el blog pero…

En Junio leí una noticia que anunciaba que en Alicante habían clausurado una residencia clandestina.  Recuerdo la fotografía con el membrete de la Guardia Civil y que en aquel momento me quedé un poco sorprendido.

¿Una residencia clandestina hoy en día? 

Recordé mi entrada en el sector de la geroasistencia hace veinticinco años cuando, con esa misma edad, entré en la inspección de servicios sociales de la Generalitat.  Entonces una de las ocupaciones que teníamos los inspectores era precisamente detectar residencias clandestinas (que entonces la prensa llamaba ampulosamente “piratas”).

 A la inspección nos llegaban denuncias, aunque éstas no eran siempre necesarias ya que, sólo hacía falta salir a la calle para ver algún letrero en un balcón que anunciaba que allí se cuidaba a mayores. 

Había tantas que casi se podían establecer varios niveles de “piratidad”:

Existían verdaderos antros con sinvergüenzas como promotores.  Muy pocos, pero que recuerdo perfectamente.  En un caso, un sótano sin ventanas, en otro un garaje.  Esos se detectaban y se cerraban sin demasiado problema.

Después estaban las residencias que estaban tramitando la autorización, en un sistema tan proceloso y complejo que hacía que en muchas ocasiones un emprendedor tuviese que esperar meses y meses con todo preparado (las obras, las instalaciones y el equipamiento) a que “llegase el papel del ayuntamiento” o a que los inspectores fuésemos de visita.

Algunas de esas residencias se habían abierto antes de la publicación de la primera normativa y funcionaban bajo la forma pensión u otra actividad con lo que vivían en una peculiar “zona gris”.

La normativa de autorización estaba tan mal diseñada que en la mayoría de casos las residencias abrían antes de recibir el permiso definitivo a riesgo de ser sancionadas.  Como la administración conocía las deficiencias del sistema solía hacer la vista gorda con lo que, si todo estaba bien cuando se hacía la visita de inspección no se tenía en cuenta si habían o no ingresado residentes las semanas o meses anteriores.  Los problemas aparecían cuando la residencia “con todo en regla pero sin autorización definitiva” recibía una denuncia.  En esos casos, la residencia de arriesgaba a una sanción.

Ahora lo recuerdo en la distancia y, como hace dieciséis años que dejé la inspección me pregunto cómo deben actuar ahora ante esos casos ya que  el deficiente sistema de autorización de 1991 no ha cambiado demasiado en Cataluña  en lo que a residencias se refiere.

Lo que sí ha cambiado en los últimos 25 años es el sector geroasistencial en general.  A principios de los 90 había más demanda que oferta.  O sea, más familias buscando plaza en  una residencia que plazas “legales”.  Las normativas eran poco exigentes en lo que a personal se refería, los mayores que ingresaban tenían en muchos casos necesidad de apoyo personal más que dependencia o demencia y los precios de las residencias privadas eran relativamente asequibles (un mes de estancia en una residencia en 1991 rondaba el equivalente al sueldo de una gerocultora).

En esa situación la tentación de los propietarios de residencias podía ser cometer “sobreocupaciones”, y la de quienes no eran propietarios de residencias, convertirse en uno de ellos sin seguir el conducto reglamentario.

Algunos familiares que necesitaban una residencia y veían como éstas estaban llenas aceptaban que su padre o madre durmiese en un espacio sin condiciones con tal de solucionar lo que vivían con un problema.

¡Cómo han cambiado las cosas!

Por un lado, el número de residencias y de plazas se ha incrementado de forma exponencial, también lo han hecho los requisitos así como la cantidad y calidad de profesionales que atienden a los residentes.  Ese aumento de calidad no ha sido neutro en lo que a precio se refiere.  Hoy podemos decir grosso modo que el precio medio de una residencia geriátrica privada en España equivale al sueldo medio de dos gerocultoras.

O sea, tenemos residencias mejores pero a un coste muy superior.  Ese aumento ha repercutido en el tipo de residente que se atiende en los centros.  Si una plaza cuesta 1.000 Euros quizás pueda pagarse con la pensión y “poniendo un poco cada hermano”; si cuesta 2.000 la cosa es diferente y los hermanos intentarán buscar otras soluciones dejando la residencia como la última.

Del sueño de la Ley de Dependencia, que prometía que cada dependiente tendría lo que necesitase participando en un copago asumible, nos despertamos hace algún tiempo con un sabor agridulce:  muchas personas han accedido a “algo” pero no se ha creado un sistema coherente y sostenible que permita afrontar un presente envejecido y un futuro que lo estará más.  Así, mientras lo que queda de la Ley sigue ayudando a unos cuantos, otros mueren en la lista de espera sin recibir nada.

De momento, lo que sabemos es que muy pocas (o ninguna) residencia tiene hoy la tentación de poner una cama donde no toca y, creo, que casi nadie se plantearía (salvo los de la noticia) abrir una residencia “pirata”.

El caso de Alicante es peculiar ya que se trata de una familia inglesa que montó en su casa una residencia de cinco habitaciones para ingleses mayores que no hablasen español, una vez dentro, según los medios quedaban aislados del exterior y vigilados permanentemente.

“Los ancianos no presentaban en general signos de maltrato, pero según los investigadores, les convencían para que guardaran en su caja fuerte las escrituras de sus propiedades y les incomunicaban al ingresar en el centro. La cuota por estancia oscilaba entre los 2.500 y los 3.000 euros al mes”. 

La verdad es que después de leer la noticia creo que estamos ante un caso peculiar de “residencia pirata” que la administración ha hecho bien en cerrar y que debería recibir una multa.  Me ha sorprendido que a los propietarios les hayan imputado delitos de estafa, intrusismo profesional y pertenencia a organización criminal.  Más que nada porque es muy posible que si, como dice la noticia los residentes recibían un tato digno y no había maltrato de ningún tipo, los cargos no aguantarán ante la jurisdicción penal, en cambio una sanción administrativa hubiera sido más efectiva.


En fin, ya he pasado un rato de Agosto escribiendo.  Ahora volveré a tareas menos productivas.

miércoles, 10 de agosto de 2016

EL ANCIANO DEL CELULAR DE FACEBOOK

Ya estoy acostumbrado a leer en las redes sociales mensajes cursis relacionados con personas mayores.  Esto es algo que he visto en Facebook y que alguien amablemente había difundido en mi perfil.


Una historia triste que parece demostrar lo abandonados que están los mayores y que está seguida de una serie de comentarios que resaltan lo malos que son los hijos y lo "pobrecitos" que son los "ancianos".

Internet supone un ámbito de libertad de expresión enorme y, en muchas ocasiones, un reflejo de lo que piensa la gente.  Por eso, la imagen estereotipada de un mayor irresponsable, maltratado por la familia y la sociedad que transmite este tipo de  post resulta interesante.

Lo primero que pensé al leerlo fue: ¿qué relación tenía este anciano con su familia durante la vida?, ¿hablaba con sus hijos cuándo estos eran jóvenes?, ¿era un padre ausente o presente? ¿por qué no llama él?

Estas preguntas las pongo en relación con lo que en las residencias se llama "historia de vida" que no es más que una recopilación de información relevante de la vida de una persona mayor que ingresa en una residencia y que permite  detectar, entre otras cosas sus gustos y preferencias aunque no pueda manifestarlos verbalmente.

Cuando la "historia de vida" permite crear un mapa de aspectos relevantes se puede planificar una atención basada en lo que la persona prefiere y necesita.  Lo que sucede en ocasiones es que lo que aparece no es muy bonito.

Cuando digo que los mayores tienen un estereotipo de "irresponsables" me refiero a que, cuando conocemos historias de ancianos que sufren casi nunca se plantea que una parte de la responsabilidad del sufrimiento sea consecuencia de decisiones tomadas durante la vida de la persona.

El caso del señor del celular me ha recordado a algo que vi en una ocasión cuando era inspector de residencias.  Hablando con el director de una, me comentó que tenía un residente a quien sus hijos nunca venían a ver.  Me pareció mal por parte de los hijos hasta que me dijo que este hombre había abandonado a su mujer hacía mucho tiempo dejándola con unos niños pequeños.  Al cabo de unos años el padre había reaparecido.  Los hijos no restablecieron relación con él pero accedieron, cuando necesitó una residencia a pagar la plaza.  Para los hijos el padre era un extraño hacia el que sentían resentimiento, aún así decidieron ayudarle materialmente. Quizás un terapeuta familiar avezado hubiera sabido reconducir la situación pero los hijos no acudieron a ninguno.  Al padre le hubiese gustado recuperar la relación y hablar con ellos,  pero éstos, sencillamente no querían.  Reflejar este caso en un meme resultaría difícil y quizás incómodo.

La realidad es que las personas somos complejas, no siempre hacemos lo que deberíamos ni tratamos a quienes nos quieren como se merecen.  La consecuencia cuando llegamos a la madurez es que el conjunto de todo lo que hemos hecho bien o mal se une a la suerte que hayamos tenido y a otros factores que no dominamos para dar como resultado nuestra realidad.  Compleja y a veces, no siempre, injusta.

Lo fácil en las redes sociales es plantear una situación con una alta carga emotiva, crear una tensión que nos haga sentir algo durante unos segundos (en este caso, como la mayoría de personas que utilizan Facebook son "no ancianos", se busca producir un sentimiento de culpabilidad por lo malos que somos con nuestros ancianos).  Ese sentimiento dura el tiempo que transcurra hasta que veamos otro mensaje que nos hable de gatitos, de que "Jesús nos Ama" o una foto divertida de un amigo.


Cuando intento saber lo que piensan mi hijo de 15 años sobre el tema, me dice ¿Facebook? ya nadie lo usa, yo uso Instagram.

(El anciano digital soy yo)